Pecados capitales (IV)
Ira
Como puedes comprobar, el lugar donde trabajo es una planta llena de oficinas.
Nada más entrar por la puerta principal hay un cartel en el que recuerda que es obligatorio el uso de casco, tapones y gafas protectoras en todo el recinto. Estas son las taquillas donde cada uno tenemos nuestro casco, tapones y gafas. Te preguntaras el por qué de esta norma en unas oficinas, pronto lo verás.
Aquí paso 8 horas al día durante 5 días a la semana y la relación entre los compañeros suele ser buena.
Desde aquí si prestas un poco de atención se pueden oir ya los gritos del jefe. Todo el tiempo está igual, no tiene tregua. Nadie le ha visto más de 10 minutos seguidos sin gritar.
Según vamos avanzando los gritos suenan mucho más altos, hasta que llegamos a la oficina donde se encuentra.
Esta vez la victima es uno de los informáticos que recibe con paciencia toda clase de improperios producidos por la ira.
Este hombre es increíble. Entra así por la puerta. Debe desayunar kilos de ira antes de venir.
Al principio daba miedo con esos gritos decibélicos (para eso son los tapones), esos ojos desorbitados, la cara se le pone roja y se le hinchan todas las venas. No te da tregua, arremete contra ti hasta que se cansa, sin darte la más mínima oportunidad de defenderte. Al gritarte lanza perdigones continuamente (de ahí las gafas protectoras). Hace infinidad de aspavientos con los brazos y da golpes a las cosas, a veces llegando a lanzarlas, (móviles, grapadoras, calculadoras, el bote de los bolígrafos…) por eso usamos casco.
Esperamos a que acabe con la victima, pues si entramos en medio de uno de estos ataques de ira no nos va a hacer ningún caso. Cuando abandona el lugar le abordamos siendo conscientes de lo que nos espera.
Estos ataques de ira son totalmente predecibles, suelen seguir unas pautas que pocas veces cambian.
Ya empezó, es todo muy rápido, pasa de 0 a 100 en pocos segundos.
Aspavientos, ojos desorbitados, rojo como un tomate, gritos espeluznantes y golpeo sistemático de puertas y paredes.
De repente algo cambió. Paró en seco. Se apoyó con un brazo sobre la pared. Cesaron los gritos. La otra mano se la llevó al pecho. El rojo de su cara pasó a ser violeta y por las comisuras de sus labios descendía un hilillo de sangre.
Todo el mundo se acercó haciendo corro. El jefe dobló las piernas y cayó al suelo sobre sus rodillas. Los demás seguíamos allí, observando sin hacer nada. Él cerró los ojos y por fin cayó de bruces al suelo golpeándose fuertemente su cabeza contra las baldosas (él no llevaba casco).
Nos quedamos un rato más mirando ese cuerpo que había reventado de ira. Me quité el casco y todos me imitaron. Y sin decir nada cada uno fuimos a nuestro puesto de trabajo.
La prisa mata y la ira te remata.