28 noviembre 2006

LEYENDA
(perdonad que sea tan larga)

Cuentan los más viejos del lugar una historia que los más jóvenes no se acaban de creer. Una historia de hechos surrealistas que se alejan de lo normal. Una historia repleta de fantasmas y demonios, de seres extraños, de lugares inhóspitos, de peligros constantes. Una de esas historias que hasta ahora solo aparecían en los libros de fantasía, en los cuales se consentían todo tipo de exageraciones inexistentes en la vida real.

Cada vez que la contaban se les notaba cierta dosis de improvisación, nunca se relató la misma historia dos veces, siempre aparecía algún pequeño detalle, cierto toque personal que la hacía distinta. Cada uno la contaba con su estilo característico, con sus exageraciones, gesticulaciones, toques de intriga, más pausada, más acelerada, en tercera persona, en primera…

La popularidad de esta historia fue tal que un día aparecieron unos investigadores dispuestos a desvelar a todo el mundo si era inventada o por el contrario demostrar que lo que se contaba era cierto.

Estuvieron por el pueblo un par de semanas, hablando con los vecinos más mayores, haciendo fotos, realizando pequeñas excavaciones y anotándolo todo en sus libretas.

Un buen día nos dimos cuenta que ya no se les veía por el pueblo. Nadie les había visto ni sabía noticias de ellos.

Pasaron los meses y nadie recordaba ya aquella desaparición repentina de los investigadores.

Los viejos seguían con sus historias fantásticas y los jóvenes reacios a creérselas, pero ni unos ni otros veían nada raro en la forma que tuvieron los científicos de esfumarse de la noche a la mañana.

Un día el pueblo amaneció con todos sus accesos de entrada y de salida cerrados. Cientos de soldados armados y protegidos con máscaras antigas hacían guardia en una especie de aduanas móviles que habían montado, por si fuera poco se estaba procediendo a la colocación de una valla metálica de unos 5 metros de altura. Decenas de tanquetas apuntaban sus cañones hacia el pueblo y continuamente helicópteros lo sobrevolaban.

Los vecinos no tardaron en avisarse los unos a los otros y pronto se juntaron todos en la plaza. No acababan de creerse lo que veían a su alrededor. Al principio en silencio contemplaban el asedio, luego comenzaron a comentarlo unos con otros sin llegar a comprender que es lo que pasaba allí.

Hasta el momento nadie se había dirigido a ellos para informar del por qué de aquella situación. Decidieron esperar un poco más y si no recibían explicaciones entonces irían ellos a pedirlas.

No transcurrieron ni cinco minutos cuando una furgoneta negra entró por uno de los accesos y llegó hasta la plaza donde se encontraban todos.

Se pararon en seco todas las conversaciones y con expectación vieron como de la furgoneta bajó un hombre escoltado por otros dos armados y se dirigió a la gente, “¿Quién de vosotros es el alcalde?”, todos giraron la cabeza hacia un hombre de unos 50 años, que enseguida dio dos pasos al frente, “yo soy el alcalde”, dijo asustado, “¿Qué está ocurriendo aquí?”. Ahora todos prestaron atención al enigmático hombre esperando la respuesta. “¿Puede acompañarnos?”. La gente se decepcionó un poco, pues respondió con otra pregunta y de nuevo fijaron su atención en el alcalde que se quedó un rato dubitativo hasta que se atrevió a responder, “Si, les acompañaré”.

Todos siguieron muy atentamente con la mirada al alcalde dirigiéndose hasta aquel hombre. Cuando llegó a su altura el hombre le ofreció subir a la furgoneta y el alcalde después de echar una última mirada a sus vecinos subió.

La furgoneta inició su marcha bajo las miradas atónitas de todos. Tuvieron que pasar varios minutos para que se rompiera el silencio. La gente se preguntaban unos a otros, pero nadie sabía responder.

El pueblo se quedó todo el rato en la plaza esperando a su alcalde. Ni siquiera se acordaron de comer, las preocupaciones les había quitado el hambre.

Más de tres horas pasaron hasta que se volvió a o ir el motor de la furgoneta que paró en el mismo lugar que la otra vez. Se abrió la puerta y bajó el alcalde. Al instante la furgoneta se fue.

Todo el pueblo miraba a su alcalde esperando explicaciones y cuando estuvo cerca ordenó a todos dirigirse al salón de actos para explicarles lo que estaba pasando.

Movidos por la fuerte curiosidad no tardaron más de cinco minutos en llegar todos al salón de actos. Se fueron sentando en las butacas más cercanas al escenario mientras el alcalde se situaba en el escenario delante de un micrófono. Sin más el alcalde comenzó a hablar, “no se como empezar a explicaros que es lo que está ocurriendo aquí. No se si contar primero el por qué del asedio o lo que quieren que hagamos o quien está detrás de todo esto. Voy a intentar hacerlo lo mejor posible y si tenéis dudas al final me preguntáis”.

“Lo primero de todo va a ser deciros que esa gente que nos tiene aquí encerrados son de los servicios secretos y que han actuado así como precaución, por que tenían las sospechas de que en el pueblo pasa algo”.

Hizo una pausa que la gente aprovechó para mirarse unos a otros. “ Han llegado a esta conclusión después de ver los informes que les llevaron los investigadores que estuvieron por aquí hace unos meses. Se ve que encontraron algo muy extraño y por eso salieron tan corriendo. Esa es la razón por la que estamos así. No me han dicho que es lo que descubrieron pero si que me han dicho que alguien del pueblo lo sabe y calla”.

De nuevo todos se miraron preguntándose si el que tienen al lado es el referido por el alcalde. “No, no quiero que desconfiemos los unos de los otros, lo mejor será que el vecino que sepa que es lo que está pasando aquí lo diga. Ellos quieren hablar con él. Hasta que no hablen con él y arreglen el problema no van a levantar las fronteras y nadie podrá ni salir ni entrar del pueblo”.
Un silencio sepulcral se hizo en el salón de actos cuando el alcalde acabó. La sensación de confusión era mayor ahora que antes. Nadie sabía que decir o que hacer. “¿Ahora qué?”, preguntó por fin una mujer de mediana edad, “¿nos vamos ya?¿o hay que esperar a que salga el culpable?”.

El silencio se transformó en cuchicheos y los cuchicheos en griterío. El alcalde mandó callar tres veces hasta que le hicieron caso. “Lo mejor será irnos cada uno a nuestra casa y pensarlo tranquilamente. Propongo volvernos a juntar aquí mañana a la misma hora que hoy”.

De nuevo la gente se puso a hablar y dio la sensación de que les pareció buena idea.

El día se le hizo largo a más de uno y lo que se creía iba a calmar los ánimos produjo el efecto contrario. Cada vecino tenía una lista de sospechosos en la cabeza, de tal forma que si mirabas todas las listas los nombres de todos los vecinos aparecían en ella.

Pasó el día y de nuevo todos se encontraron en el salón de actos. Esta vez iba a ser más difícil acabar con aquel griterío. Todos pretendían mostrar lo que pensaban y todos pensaban que tenían razón.

El alcalde comenzaba a desesperarse delante del micrófono. Todos querían subir al escenario.
Pronto comenzaron las peleas entre vecinos y se comenzaron a formar varios grupos representados por distintos cabecillas.

Empujones, insultos y desprecios fueron el aperitivo de una auténtica batalla campal.
No había policía a quien acudir ni ambulancia a que llamar, estaban todos allí. El alcalde desistió ya de la idea de hablar por el micrófono y se puso con los empujones y los insultos como los demás.

De repente se oyó un grito más alto que los demás y un disparo. Todos callaron y se dirigieron hacia la persona que había gritado. Un hombre yacía en el suelo bocabajo sobre un charco de sangre, otro empuñaba un arma con una mano temblorosa mirando a la victima. “Nooo”, gritó una mujer arrodillándose junto al cadáver, “mi marido”. Se levantó y fue hacia el hombre que tenía la pistola, este se asustó y volvió a disparar. La mujer cayó y los demás dieron un paso atrás.

Asustados comenzaron a dirigirse hacia la puerta de salida pero pronto comprobaron que estaba atascada y no se podía abrir.

Los que estaban delante del todo golpeaban con furia las puertas. La gente corría de un lado a otro. Los más débiles caían al suelo y eran pisoteados por los demás. Sonaron más disparos entre la multitud y ya eran varios los cuerpos que yacían en el suelo sin moverse.

Algunos se acordaron de las puertas de emergencia pero estaban atascadas como las principales. Entre tanto alboroto nadie se dio cuenta del humo que salía de los asientos traseros que en la confusión alguien les había prendido fuego. Cuando se quisieron dar cuenta el fuego ya avanzaba hasta las cortinas del escenario y era demasiado tarde para reaccionar. Algunos probaron a llamar por el móvil pero allí no había cobertura. El caos al final fue absoluto y aunque los menos histéricos intentaron apagar el fuego les fue imposible. En menos de diez minutos el salón de actos se había convertido en un montón de cenizas humeantes.

Los soldados de los servicios secretos se acercaron enseguida al salón de actos y pudieron comprobar la parrillada humana que se había producido. Entristecidos inspeccionaron el edificio en ruinas y más tarde también hicieron lo mismo con el resto del pueblo.
Comprobaron que allí no había quedado nadie. Se iban a tener que ir de allí sin conocer la verdad de lo que hace muchos años ocurrió en las vacías calles de ese pueblo, con la sensación de perderse el gran misterio que tantos años había residido en aquel pueblo.

Desmontaron el contingente en menos de cuatro horas, pero antes de marcharse decidieron hacer desaparecer aquel pueblo. Si su historia moría también debía morir el pueblo.

Durante toda la semana estuvieron los bulldozer y las excavadoras funcionando a toda máquina hasta que no quedó ningún resquicio del pueblo en aquel lugar.

Las máquinas se alejaron dejando tras de si una gran nube de polvo y una leyenda sin pueblo que nunca más será contada.













20 noviembre 2006

EL CEPO

Juan, Vicente, Tobías y Andrés últimamente jugaban a ser cazadores.
Habían oído que este año había aumentado en exceso la población de cervatillos por los alrededores del pueblo y entonces idearon un plan.

Quedaban todos los viernes después de cenar, en un pequeño local de Vicente. Bebían cervezas, se reían de sus esposas e ideaban planes absurdos que luego llevaban a cabo.

A Juan la idea de los cervatillos le llevaba rondando varios días y cuando la propuso a sus amigos estos se mostraron reacios al principio pero después accedieron.

El plan era sencillo, ir a comprar unos cepos grandes y ponerlos por los alrededores del pueblo. Era como pescar, esperar hasta que alguien pique en el anzuelo.

Consiguieron unas trampas que consistían en un gran saco camuflado que al presionar el soporte se cerraba imposibilitando a la presa escapar y atraparla sin rasguño alguno.

Lo único que tenían que hacer era recordar donde se ubicaban las trampas y acudir de vez en cuando.

Llegó el día propuesto y colocaron los cepos en lugares estratégicos que habían acordado entre los cuatro.

Al principio se acercaban con sigilo a las trampas por si había caído algún cervatillo, pero según pasaban los días y los cepos seguían como el primer día iban perdiendo la esperanza.

Juan no daba crédito al fracaso de su plan y comenzó a desconfiar de sus compañeros acudiendo él solo a los puntos donde se encontraban las trampas por si sus amigos hacían lo mismo y se estaban llevando los cervatillos sin comentárselo a él.

Una tarde, cuando ya comenzaba a anochecer Juan pudo comprobar que en uno de los sacos, el que estaba más cerca de su casa, había algo que se movía. El corazón se le aceleró de la emoción. Se acercó con sigilo.

Tantos días esperando y ahora que había caído un cervatillo no sabía como actuar. ¿Y si venía alguno de sus compañeros y le descubría?.

Rápidamente buscó a su alrededor y encontró un palo grande con el que comenzó a golpear el saco.

El animal no tuvo ocasión de reaccionar y al tercer golpe ya no se movía. Para asegurarse Juan siguió golpeando hasta que el animal dejó de emitir sonido alguno.

Soltó el palo y desenganchó el saco arrastrándolo después hasta el garage de su casa.

La emoción hacía palpitar el corazón de Juan al encontrarse cara a cara él y el saco con la pieza.
Llegó el momento de ver el trofeo. Con las manos temblorosas logró desatar el saco y lo abrió de un tirón.

No podía dar crédito a lo que sus ojos veían, su corazón tropezó en su trotar y paró de golpe cayendo fulminado junto al cadáver desfigurado de su hija pequeña.

13 noviembre 2006

QUE EMPIECE LA FUNCIÓN

Desde el día que llegamos no pararon de enseñarnos números circenses. Nos acostumbraron a relacionar comida con ciertas acciones. Nos transformaron en unos seres obedientes y educados.
La verdad es que a mi no me suponía gran esfuerzo aprender a dar todas esas piruetas, todos esos saltos y volteretas, pero a mis compañeros les costaba más.
Muchas veces me hacía el tonto para solidarizarme con ellos. Todos estábamos en esto y no era justo que por poseer mayor inteligencia castigasen a mis compañeros.
Así nos pasamos varios meses, fue un trabajo diario, persistente, pero al final pudimos ver sus frutos.
El número que éramos capaces de realizar no estaba mal del todo. Si todos poseyeran mis cualidades podríamos haber hecho algo más complejo, pero esto era lo que había y no se podían pedir peras al olmo.
Llegó el día del estreno. La gran carpa rojiblanca llevaba levantada unos cuantos días, pero se notaba que había llegado el momento por que el movimiento era más fluido. Todos ultimaban sus números con cierto nerviosismo.
La música circense, el olor a fieras, los niños con sus padres ocupando los asientos, todo parecía presagiar un éxito seguro.
Y así fue, la función fue un éxito, todo el mundo salió muy contento y la gran carpa se llenaba en todas las representaciones. El ambiente era muy animoso, la comida más abundante, pero la rutina de realizar todos los días a tres horas diferentes el mismo número circense consumía mi entusiasmo inicial.
Pasé toda la noche en vela y aunque me dolía separarme de mis amigos decidí largarme antes de que saliera el sol.
Pronto me sustituirían por otro y todo volvería a ser perfecto.
Nunca olvidaría mi temporada circense, pero tampoco me apetecía pasar el resto de mis días haciendo las mismas monerías por un puñado de plátanos. Para eso no abandoné la manada.

06 noviembre 2006

HOY ES EL DÍA

“Interrumpimos la comunicación para informarles que el fin del mundo ha llegado”.

Nunca me imaginé que fuera de esta forma tan tranquila y ordenada.

“Por favor vayan acudiendo en orden alfabético a la sala de exterminio. Vayan ocupando las cabinas libres y obedezcan las instrucciones que les facilitarán nuestras azafatas”.

La gente comienza a organizarse para acudir a estas salas. Nadie habla con nadie. Parece que todos tienen asumido que no hay vuelta atrás. Nadie sale corriendo asustado por lo cercano del fin.

“No hay tiempo de despedidas. Acudamos a la cita sin titubeos. Cuanto más rápido lo hagamos, más tiempo tendremos después”.

Se va acercando mi turno y miro a mi alrededor esperando que un último llamamiento me salve de este destino imprevisible.
Me pongo a la cola de una de las salas. Intento escuchar a ver si percibo algún sonido que salga de las salas. Nada. Silencio. Es rápido y mecánico. La puerta se abre, alguien entra, un minuto después la puerta se vuelve a abrir y así sucesivamente.

Sólo quedan 5 personas delante de mi.

“Por fin ha llegado el día que con tanto afán estabais esperando”.

Cuatro personas.

“El final de nuestros días ha llegado”.

Tres personas, comienzo a sentir cierto nerviosismo.

“No hay que tener miedo, no notará nada, ni dolor, ni sufrimiento. Simplemente será fulminado”.

Dos personas. Miro a un lado, miro al otro, tengo que huir.

“Por favor entren en las cabinas cuando se encienda la luz verde, no antes, gracias”.

Una persona. En mi garganta se produce una arcada. No se qué hacer. No quiero entrar en la cabina. ¿Por qué no hace nadie nada?

“Esperamos que la estancia en esta vida haya sido de su agrado”.

Se abre la puerta y entra el hombre que estaba delante de mi. Se cierra la puerta y yo allí, frente a ella, sin nadie delante.
No aguanto más, comienzo a llorar, sabedor de que no hay vuelta atrás. La vejiga deja salir su contenido, el cual desciende por las piernas hasta más allá de los tobillos. El corazón se pone a 1000 y yo loco de miedo creo notar que se me va la cabeza y me voy a desmayar.
En esta confusión se abre la puerta. No puedo avanzar. El de atrás me dice que avance empujándome.
Caigo hacia delante dando un grito de terror.

La luz se enciende de repente y amigos míos y familiares ataviados con gorros de colores y bigotes postizos hacen soplar los matasuegras y lanzan confetti mientras gritan “¡Sorpresa!”.
Yo en el suelo llorando, empapado de sudores y orines, acurrucado, temblando de miedo, logro recordar que hoy es mi cumpleaños y que a mis familiares y amigos se les ha ocurrido hacerme una fiesta sorpresa que no olvidaré en la vida.