29 octubre 2007

APAGÓN

La emoción era máxima en el pabellón. Se estaba jugando la final del campeonato mundial de baloncesto. El marcador estaba igualado 75-76 y faltaban escasos segundos para la finalización del partido.

Le tocaba sacar desde la banda al equipo de Eduardo, que pedía la pelota insistentemente, su compañero le vio y le lanzó la bola con precisión.

Eduardo recibió el pase sin ninguna dificultad y de repente le comenzaron a temblar las piernas. Comenzó a botar el balón y se giró hacia la canasta.

Era su oportunidad, si la metía se convertiría en un héroe de la afición, su equipo ganaría y todos los niños del mundo querrían ser Eduardo.

Sus ojos se centraron en aquella canasta que tan lejana parecía de repente. Por el rabillo del ojo pudo ver como se le acercaban los defensas del equipo contrario con la única intención de desbaratar aquella jugada e impedir que aquel balón no saliera de las manos de Eduardo.

Llevaba tantos años jugando al baloncesto y tan pocas alegrías le había dado. Nunca había ganado nada en ningún equipo de los que jugó, pero ahora tenía delante de sí aquella gran oportunidad que posiblemente no se le volviera a dar en la vida.

Antes de que el defensa más cercano estuviera lo suficientemente cerca como para intentar interceptarle la pelota. Eduardo se elevó y lanzó el balón hacia la canasta.

Todo el campo enmudeció de repente, unos rezando para que entrara, los otros rezando para todo lo contrario, todos seguían con la mirada la trayectoria de aquel balón.

De repente el pabellón se quedó a oscuras y todo el mundo dejó de ver aquel balón.

Un apagón, posiblemente producido por la indecisión de aquel dios que estaba siendo suplicado tanto por unos como por otros pero con exigencias totalmente opuestas, truncó la visión de el resto de la trayectoria del balón y nos privó de saber cual fue el desenlace del tiro y si Eduardo por fin iba a convertirse o no en una estrella deportiva.

En las casas todos los televisores se apagaron a la vez, con las radios pasó un tanto de lo mismo. El apagón había sido generalizado.

No había transcurrido ni un segundo y la luz volvió, los televisores se encendieron y las radios de nuevo emitían.

Todos buscaron al balón con la mirada y allí estaba todavía dando los últimos botes.

Nadie se atrevía a opinar el primero. Era imposible saber si aquella pelota había entrado o no. Todos miraron al árbitro. El árbitro nervioso miró a sus compañeros buscando a alguien que pudiera haber visto algo pero nada. Miró a la mesa y tampoco. El público, pues lo normal, los hinchas de un equipo gritaban que había entrado y los del otro equipo que no. Los jugadores se miraban entre ellos y Eduardo allí estaba inmóvil con los brazos caídos y con su mirada perdida en la canasta.

Sus compañeros se le acercaron para ver que le sucedía pero nada, Eduardo no mostró ningún cambio y siguió paralizado y sin dar ninguna muestra de recuperación.

Después de muchas deliberaciones y discusiones y por la imposibilidad de llegar a un consenso se decidió que ese año no hubiese campeón único, que los dos equipos compartiesen campeonato y así todos tan contentos.

Bueno todos menos Eduardo que a día de hoy se encuentra internado en un centro psiquiátrico y sigue con la mirada perdida intentando visualizar aquella canasta que por culpa del mal funcionamiento de la red eléctrica o de la mala suerte o como prueba divina de algún dios cabreado por tanta súplica estúpida nunca se supo si entró o no entró.

FOTO: A.Rull

22 octubre 2007

AL AMANECER

El ruido que hacían las hojas al agitarse por el viento me despertó.

Me incorporé y comprobé que mis compañeros de tienda ya se habían levantado todos.

Ya había amanecido pero no parecía que fuese muy tarde. Desabroché la cremallera de la tienda y asomé la cabeza. Un extraño silencio me impidió oír voz alguna, solo los ruidos frecuentes de un monte llegaron a mis oídos.

Una extraña sensación me asaltó y salí de la tienda poniéndome las zapatillas. Pasé por todas las tiendas mirando en su interior y no encontré a nadie. Fui hasta los rescoldos que habían quedado de la hoguera de la noche anterior, tampoco andaba nadie por allí. Me acerqué hasta las cocinas y ni un alma.

Era extraño que todos sin excepción se hubieran levantado tan pronto y se hubiesen ido de excursión sin avisar. Además todas las cremalleras de las tiendas estaban abiertas y todo desordenado sin recoger.

Fui hasta donde teníamos aparcados nuestros coches y allí seguían todos. Intenté llamar por el móvil pero se había quedado sin batería. Esperé un par de horas y decidí largarme al pueblo para hacer unas llamadas pero al intentar arrancar el coche este no dio ninguna señal de querer funcionar.

Entonces eché a andar camino abajo. En esos momentos no era consciente que jamás volvería a ver a ninguno de mis compañeros de acampada y de lo que tampoco me iba a enterar nunca era que mi sonambulismo con paseos nocturnos incluidos había sido la causa de haberme librado de ser abducido como el resto por aquellos seres enigmáticos provenientes del espacio exterior con la intención de experimentar e investigar la resistencia de nuestros endebles cuerpos humanos y comprobar la viabilidad de una futura invasión.

FOTO: antorcha

15 octubre 2007

LOS SINRECUERDOS


Deambulando por los largos pasillos de verdosas paredes arrastrando los pies a cada paso.

Me aterra intentar recordar por qué estoy aquí. Aunque hay más gente no me atrevo a preguntar y me siento como naufrago perdido entre rocas y mareas que suben y bajan.

Todos pasean con la cabeza gacha mirando al suelo con sus ojos puestos en las desgastadas baldosas, nadie se atreve a buscar otros ojos con los que cruzar miradas en busca de una señal.

Es la hora del paseo por el jardín, me quedo atrás del grupo esperando la más mínima distracción que me permita escapar.

Logré llegar hasta una de las salidas de emergencia y una vez fuera sentí que el mundo pesaba demasiado allí, que mis espaldas no estaban preparadas para semejante carga y que allí todo me parecía extraño y me producía una asfixiante ansiedad.

En seguida llegó un cuidador y agarrándome del brazo me condujo de nuevo al interior.

Siento esa contradictoria sensación de querer salir fuera pero a la vez noto un lastre que me obliga a quedarme donde estoy, a no pensar en lo que habrá allí sino en lo que hay aquí y no cuestionarme ningún razonamiento lógico.

Al fondo el sol se escondió tras las montañas. Por los altavoces avisaron que era la hora de la cena. Todos comenzaban a desfilar hacia los comedores, un olor a verdura y especias ambientaba el pasillo.

Yo me rezagué adrede para intentar salir de allí pero un cuidador me asió del brazo y me acompañó hasta el comedor. Yo no me resistí pero no recuerdo por qué.

Los guisantes estaban un poco duros pero tenía que ser así, nadie dijo nada y nos fuimos a dormir.

Así pasó otro día sin poder recordar por qué me encontraba allí.

FOTO: Anti D

08 octubre 2007

EL SABOR DEL CAFÉ

Cansado ya de tanto infortunio decidí ponerle fin a la historia de mi vida.

Elegí un final clásico, nada de arriesgar, me arrojaría desde el gran puente de piedra.

Llegué allí y me encontré con cientos de personas dispuestos a realizar la misma operación, me tocaría hacer cola hasta para esto.

El caso es que fueron pasando los minutos y la cola no avanzaba mucho.

Se ve que pasó el suficiente tiempo como para recapacitar y de repente eso del suicidio me pareció una idea nefasta.

Abandoné la cola dispuesto a hacer cambiar mi suerte. De pronto apareció un muchacho repartiendo hojillas. Cogí una. Era un anuncio, “Restaurante el tenedor” e informaba que era limpio y económico.

Me entró hambre y ese sitio no quedaba muy lejos, este sería mi destino entonces.

Llegué hasta la puerta del restaurante y parecía cerrada. Había un pequeño cartel que decía: “Inténtelo por la puerta de atrás”.

Fui hasta la parte de atrás, había una puerta, la abrí y encontré unas escaleras que te hacían bajar.

Bajé aquellas escaleras y aparecí en una habitación con poca luz y que olía a café.

En uno de los rincones sentado en un banco había un hombre que me habló, “¿Te apetece un café?”. Asentí y el hombre sacó un termo y una taza y me sirvió un poco.

Pegué un sorbo y a los pocos segundos la cabeza comenzó a darme vueltas.

Me desperté entre nauseas y sudores. Corrí hacia el baño. Llegué a la taza y allí vacié mi estómago quedándome muy a gusto.

Recordé medio despierto y medio en sueños que yo había acudido a una fiesta, que habíamos comido, bebido y fumado todo en exceso y que fruto de todos estos excesos yo me había encontrado mal, había tenido pesadillas y el estómago revuelto me había provocado el vómito.

Creo que me volví a quedar dormido, esta vez sin malos sueños.

Cuando desperté el sol entraba por la ventana, hacía un calor terrible. En la radio el locutor comenzaba a narrar las noticias.

Encendí los grifos de la ducha mientras en la radio informaban que esta noche pasada había acontecido un suicidio múltiple en el gran puente de piedra.

De repente presté toda mi atención hacia aquel locutor que decía que todo parecía ser debido a que los asistentes a una fiesta podrían haber sido drogados con alguna sustancia alucinógena vertida en el café y que los dueños del restaurante “el tenedor” habían sido detenidos como los máximos sospechosos de tal envenenamiento.

Un amargo sabor a café apareció en mi boca entonces y de nuevo sentí la imperativa necesidad de ponerle fin a la historia de mi vida.

FOTO: stigeredoo

01 octubre 2007

ESTORNUDOS

Estornudé y acto seguido comenzaron a sonar todas las alarmas.

Nos han pillado, no hay vuelta atrás, nunca debimos meternos en esto del robo nocturno al museo, la policía llegará de un momento a otro y entonces todo habrá acabado y pasaré mis días entre rejas.

Todo por un estornudo, como siempre, los estornudos habían marcado mi vida, significaban un antes y un después de mis actos.

La primera vez que un estornudo fue fatídico para mi fue durante aquel examen. Cuando me escondí la chuleta en la boca y justo cuando el profesor pasaba junto a mi un estornudo expulsó aquel papel como un misil. Suspendí, fue mi primer suspenso que encadenó los siguientes.

El día de mi primera comunión un estornudo hizo que le escupiera la ostia al cura convirtiéndome instantáneamente en el hazmerreír de todo el barrio.

Más embarazoso aún fue mi primer beso que fue aderezado con un inoportuno estornudo, convirtiéndose así en el primer y último beso que di a aquella chica.

Otro momento crítico fue en aquella clínica dental, en plena extracción de una muela del juicio, adorné las paredes de aquel quirófano con numerosisimas gotitas de sangre.

O peor aún, nunca se me olvidará el día en que mi abuela me pidió que le sacara aquella viruta del ojo y lo que casi la saqué fue el propio ojo a consecuencia, como no, de un estornudo.

Las luces se encendieron y entró la policía, nos levantamos con las manos en alto mientras los agentes se acercaban con precaución preparados para actuar al menor movimiento extraño que pudiéramos realizar, como por ejemplo el estornudo que se avecinaba provocado por un molesto picor de nariz que me estaba torturando.

¡Atchissssss! ¡PUM!¡PUM!¡PUM!



FOTO: pedrobea