El día que Leonardo llegó con aquella tortuga nuestra amistad se resintió.
Él sabía que yo odio a los animales, que no soporto tener en casa un bicho al que cada vez que paso a su lado le miro con recelo y desconfianza.
Estuvimos muchos días sin hablarnos y la que más sufrió esta situación fue la pobre tortuga a la que ni si quiera había puesto un nombre.
Cuando Leonardo salía de casa yo aprovechaba para observar su comportamiento en aquella pecera llena de agua.
Leonardo la echaba de comer por que sabía que yo no estaba por la labor. Puede parecer algo cruel, pero ya lo dije antes, no soporto a los animales, así que no se podía esperar otra cosa de mi, bastante hacía ya con no cogerla y tirarla por el retrete, a veces me daban ganas.

Una mañana Leonardo salió temprano y yo me quedé haciendo limpieza en la casa, pasaba el aspirador mientras chupaba un caramelo y cantaba mientras iba de habitación en habitación.
Cuando me encontraba limpiando el comedor y emulaba a David Bisbal cantando su última canción y dando uno de sus famosos giros el caramelo me hizo un extraño y se coló garganta abajo obstruyéndome la respiración.
Intenté toser y expulsarlo pero no había manera, salir no iba a salir, tenía que intentar que pasara hacia dentro.
El ahogo que sufría me impedía moverme, sería imposible llegar hasta los baños o la cocina, me estaba mareando, a punto de caer cuando de reojo vi la pecera donde nadaba alegremente la tortuga.
En seguida me arrepentí de no haber limpiado la pecera ningún día pues cuando me la acerqué a la cara para echar un trago me llegó un nauseabundo olor a cloaca.
El agua estaba bastante turbia, entre restos de comida, algas y excrementos pero no había otra opción, así que incliné la pecera y comencé a tragar y tragar.
Tenía los ojos cerrados, pero el ligero contacto de algo extraño en mis labios me invitaron a abrirlos.
Allí estaba frente a mi la tortuga y una gran nausea seguida de una fuerte arcada hicieron que comenzara a vomitar.
El caramelo salió disparado y yo tosí y tosí hasta que no quedo nada obstruyendo mi garganta.
Se abrió la puerta y apareció Leonardo que se quedó horrorizado mirándome.
Yo me levanté y fui a darle un abrazo.
Leonardo no sabía que hacer, se le notaba bastante preocupado.
-Gracias por la tortuga- le dije – es el mejor regalo que me han hecho nunca.-
Leonardo no daba crédito ni a sus oidos ni a sus ojos que observaban atónitos el panorama desolador del comedor encharcado de agua de la pecera y vómitos.
Mientras, ajena a todo, la tortuga en un rincón roía con ahinco el caramelo de fresa que momentos antes casi me mata.