25 abril 2006

La Abuela

Siempre la he recordado así, arrugada, sin dientes, su pelo totalmente blanco y recogido con un moño. La abuela me daba miedo, no me gustaba quedarme a solas con ella en aquella casa tan vieja, con ese olor a viejo. Esa mezcla del aroma de sus guisos y de humedad. Recuerdo las tardes soleadas, cuando entraban los rayos a la habitación de arriba, el suelo crujía al pisar y afuera se oían a los otros niños jugar.

Cuando venía al pueblo con mis padres me ponía muy nervioso. Al bajar del coche mi abuela corría las cortinas y asomaba su cabeza. Siempre estaba igual con su vestido negro, su peinado recogido y ese olor característico, que ahora después del paso de los años todavía lo noto. Cuando entrábamos en casa con las maletas olía a ese cocido que siempre nos preparaba el primer día.

Íbamos poco, dos veces al año más o menos, y siempre me lo encontraba todo igual. Subían mis padres con las maletas a las habitaciones y yo me quedaba husmeando por abajo a ver si había alguna novedad. Las moscas se posaban en la mesa y luego revoloteaban otra vez. De unos ganchos colgaban ajos y cebollas, y de otros chorizos y sartenes. Me subí en un cubo para poder mirar por la ventana. Desde allí se veía el corral, donde 5 o 6 gallinas paseaban de un sitio a otro. Me bajé del cubo y al darme la vuelta me asusté, por qué allí estaba ella mirándome silenciosa. Fui hacía la puerta y al pasar junto a ella me tocó la cabeza alborotándome el pelo. Yo forcé una sonrisa y salí.
Mis padres ya bajaban hablando y yo subí a las habitaciones.
Entré en la habitación pequeña, la mía. Olía a humedad, aunque mis padres habían abierto la ventana para airearla. Me senté en la cama y el blando colchón se hundió haciendo crujir los muelles. Allí me quedé pensando hasta que mis padres me llamaron para comer.

Lo peor de la estancia en el pueblo eran las noches. Mi habitación colindaba con la de la abuela y me costaba conciliar el sueño sabiendo que ella se encontraba tras esa pared. Sólo oía ruidos, tanto afuera en la calle cómo en el ático, los paseos de los ratones.

Parecía que ya me había dormido y algo me despertó. Abrí los ojos pero no me moví, tapado con la manta hasta la mandíbula me quedé quieto escuchando, y lo volví a oir, un gemido venía de la habitación de al lado. Algo pasaba. Mis padres parecían dormidos, ajenos a los ruidos que no cesaban. No sabía que hacer, yo seguía acurrucado en la cama, temblando de miedo y deseando con todas mis fuerzas oir la voz de mi padre diciéndome que no pasaba nada, pero lo único que sonaban eran aquellos lastimosos gemidos. ¿Y si la pasaba algo a la abuela?. No se como pasó, pero tomé la decisión de levantarme e ir a ver que pasaba.

El suelo estaba frío y a cada paso crujía. La noche no estaba oscura del todo y algo se veía. No se como podía avanzar. El miedo me atenazaba las piernas, pero llegué hasta la puerta de mi habitación y desde allí observé el pasillo y la puerta de la habitación de la abuela que estaba abierta como siempre.

Lo que duró el trayecto seguí oyendo los lamentos, aunque ahora se oían más bajo. La abuela estaba tendida en la cama, boca arriba, con los labios entre abiertos, pero sin moverse.
Llegué hasta la cama y me paré mirándola fijamente. Tenía los ojos abiertos y miraba al techo. De su boca salían débiles gemidos entrecortados.

¿Y ahora qué? ¿Debería llamar a mis padres? ¿La toco? ¿Qué hago?. Y en medio de esta avalancha de indecisiones la abuela posó su mirada en mí y me rozó con su mano izquierda.
Di un respingo y retrocedí un paso instintivamente. Su mano seguía buscándome y yo me meé encima. Fue entonces cuando la abuela logró articular mi nombre y yo salí corriendo de allí con lagrimas en los ojos.

Me metí en mi cama y me tapé entero poniéndome la almohada por encima de la cabeza para no oir nada y seguí llorando hasta que me dormí de agotamiento.




A la mañana siguiente me despertaron los rayos de sol que entraban por la ventana y daban directamente en mi cara. Me protegí los ojos con una mano y me quedé un instante intentando recordar lo sucedido durante la noche.
No estaba muy seguro si había tenido una pesadilla o había sucedido realmente.
No le costó mucho darse cuenta que lo de anoche había ocurrido de verdad, pues todavía tenía mojado el pantalón del pijama, que asco.
La puerta de su habitación ahora estaba cerrada, no podía oir lo que pasaba en la casa. Por la luz que entraba estaba seguro que los demás ya estaban todos levantados.
Se acercó a la puerta y escuchó. No se oía nada. Agarró el pomo, lo giró y abrió la puerta lentamente.
Lo primero que hizo fue mirar hacía la habitación de la abuela, estaba cerrada. Me dirigí hacía allí y a la mitad del camino se abrió y salió mi madre cerrando la puerta tras de sí. Forzó una sonrisa y me dio los buenos días. Me agarró de la mano y bajamos las escaleras hacía la cocina, yo no podía apartar la mirada de aquella puerta.
Llegamos a la cocina y teníamos visita de unos vecinos que me fueron dando besos y saludando. Mi madre se dispuso a hacerme el desayuno, labor que casi siempre hace la abuela.
Arriba se oía ruido, en la habitación de la abuela había alguien. No tenía apenas hambre, todavía estaba preocupado pensando en el incidente de anoche, así que comí una galleta y me bebí el tazón de leche.
Mi madre bajó ropa e hizo que me vistiera allí abajo en una salita y luego me mandó salir a la calle a jugar con otros niños. No tenía muchas ganas de jugar y me pasé toda la mañana sentado en un carro vacío que había delante de la casa.
Durante toda la mañana entraron y salieron casi todos lo habitantes del pueblo e incluso otros que venían de fuera. Se acercaba la hora de comer y yo ya estaba aburrido de ver entrar y salir gente. Entré en casa y fui hasta la cocina, no estaban mis padres, pero había dos señoras que me miraron sin decir nada.
Subí las escaleras y otra vez cuando me disponía a entrar en la habitación de la abuela salieron mis padres y más gente y me llevaron con ellos hacía abajo.
Se fueron todos a la hora de comer y nos quedamos solos mis padres y yo, y fue entonces cuando me decidí a preguntar, “¿la abuela?”, mis padres se miraron, pero se notaba que ya tenían pensado que contestarme, “está durmiendo hijo, está un poco enferma”. Recordé los gemidos de la noche y no dije nada más.
Comimos, mis padres estaban cansados. Mi padre se fue nada más comer y mi madre me mandó de nuevo a jugar. Salí pero volví pronto. La casa estaba en total silencio. Fui a la sala y allí dormía mi madre en un sillón.

Decidí que era el momento de descubrir que estaba pasando allí. Subí las escaleras sin hacer ruido para no despertar a mi madre. Llegué arriba y me planté ante la puerta que abrí muy despacio.
La habitación estaba muy oscura y olía distinto que otras veces. Las cortinas estaban echadas pero un pequeño haz de luz pasaba y llegaba hasta la cama.

Pasé y pude ver a mi abuela, tumbada pero vestida, rodeada de flores. Me acerqué a la cama y cuando estaba lo suficientemente cerca me quedé observándola y no daba ningún atisbo de vida. La toqué una mano, esa mano que anoche me buscaba ahora yacía allí fría e inerte. Volví a mirarla a la cara y fue entonces cuando ví que la abuela abría los ojos y morándome dijo, “Tú me dejaste morir”. Como anoche, di un paso atrás y abrí los ojos como platos, y entró mi madre por la puerta, abrazándome, “¿Qué haces aquí? ¿no te dije que fueras a jugar?”, “mamá, la abuela…”, “la abuela está muerta hijo, vamonos fuera”. Yo seguía temblando y antes de salir de la habitación pude echar un último vistazo y la abuela seguía tumbada con los ojos cerrados, “mamá, la abuela…”, “deja a la abuela en paz y vete a jugar”.

Al día siguiente enterraron a mi abuela y con ella se fueron las noches de buen dormir. Han pasado 25 años y todavía me despierto oyendo los gemidos de mi abuela, y esa mano que rechacé.

Nunca comenté lo sucedido con nadie y nunca volví a aquella casa del pueblo.
He vivido con la culpa toda mi vida y con la culpa moriré en cuanto pase el tren de las 12:00, y yo deje de sentir ese olor característico que desprendía la abuela.